Los reyes del reciclaje

"El pasado es un prólogo". William Shakespeare.

8.04.2011

Altura

Hace ya un tiempo que me siento incómodo con mi altura. Más o menos desde que comencé a usar los medios de transporte de forma regular. No es que toda mi vida haya ido caminando a todas partes ni, desgraciadamente, podido usar a mi padre de chofer todo lo que hubiese deseado, sino que, desde hace unos años, mi relación con aviones, trenes, autobusés y demás transportes, sobre todo para cubrir largas distancias, ha aumentado.

Ya sé que puedo sonar burgués, resultado de excesivo cuidado familiar o maleducado, pero cualquier persona que vea el mundo elevado sobre cerca de 190 centímetros entenderá perfectamente a que me refiero: la imposibilidad de acomodarse de forma natural en cualquier asiento de, por supuesto, clase turista, económica o como quieran llamarlo, de esos transportes.

No siempre fue así. Como cualquier niño también quise ver qué había encima del frigorífico de la cocina, descubrir de una vez de qué color era la barra de la taberna de mi abuelo, alcanzar finalmente a tocar con la punta de los dedos el aro de la canasta, o que las personas mayores me pidiesen amablemente que "les alcanzara" aquel bote de guisantes de lo más alto de la más alta de las estanterías del supermercado.

Y es curioso, porque unido a mi esfuerzo por ser cada vez más alto y estar cada vez más cerca del ansiado anillo anaranjado, algo dentro de mí comenzaba a darse cuenta de la incomodiad de la altura: los viajes con el equipo de baloncesto en los que cada uno de nosotros necesitaba dos butacas. De no ser el caso, un bosque de piernas aparecían cual postes de teléfonos sobrepasando los desgastados respaldos de los asientos del bus. Aún con dos sillones, los pies se asomaban hacia el pasillo con solo ponernos un poquito de lado.

¡Y cómo no hablar de los aviones! Hace tiempo que quedaron atrás las burlas a los compañeros de curso cuyas piernas, al sentarse al inicio de la clase, oscilaban como péndulos debido a su baja estatura. Ni que decir tiene si tú ya habías pegado "el estirón". ¡Qué envidia ahora la de esos pasajeros perfectamernte acoplados a la altura y estrechez de los asientos! ¡Qué dicha no tener que sufrir porque te toque en la ventana, atrapado entre la pared del avión y el vecino de viaje, en lugar del pasillo, minúsculo espacio para el esparcimiento en esta situación de tan  inútiles extremidades!

Este tipo de reflexión se me ocurrió hace unas semanas de camino a Tucupita, capital del estado Delta Amacuro. A pesar de ostentar el título de capital, es una ciudad pequeña que vive básicamente de la cría de ganado, todo tipo de contrabando y del turismo que viaja hasta allí para disfrutar del espectacular Delta del río Orinoco. 

Tucupita no cuenta con aeropuerto (sí, a pesar de ser capital) así que mis compañeros de viaje y yo tuvimos que desplazarnos hasta allí en la única línea directa que hay desde Caracas y que tarda, ni más ni menos que  12 horas en cubrir la distancia. 

¡Échese a dormir dirán ustedes! Y se intenta. Bajo las dos capas de ropa, la manta y la gorra bien calada que apenas deja ver la cifra del termómetro del interior del autobús: 18 grados centígrados. Que paulatinamente bajan a 15 durante las 12 horas y que provocan que las ventanas del vehículo se empañen debido a la diferencia de temperatura entre el interior y el exterior. "No se puede bajar que se estropea", se defiende el conductor.

Así que mis malos pensamientos sobre mi altura se han multiplicado desde que regresé a Venezuela. No ya por las nueve horas de avión para llegar desde España. No por la inseguridad, la conducción temeraria o la super inflacción. Tampoco por el metro atestado sin aire acondicionado ni por el machismo de las venezolanas. Es que ahora, además de no saber donde poner las piernas, ¡se me hiela el culo!

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