Los reyes del reciclaje

"El pasado es un prólogo". William Shakespeare.

2.10.2012

Mes

Reconozco que últimamente he estado un poco desconectado del mundo tecnológico. A pesar de haber vivido en un país con una pasión enfermiza por los "pins" y Steve Jobs, mi conocimiento del medio no sobrepasó el modelo de Blackberry amablemente facilitado por mi prima, el Whatsapp y las, por supuesto, aplicaciones de los principales medios de comunicación que son de mi interés. Lo reconozco, también caí en las garras de Twitter.

Tengo varios amigos que se resisten tanto a tener un teléfono de última generación como ha abrirse una cuenta en Twitter. Posición respetable claro está, pero inasumible en los tiempos que corren, sobre todo si te dedicas, o lo intentas, al mundo de la información. Son de la misma opinión que ese gente que todos hemos conocido alguna vez vanagloriándose de no tener un perfil en Facebook o, años antes, de no tener un celular. El mercado te aplasta. Y como está el panorama hoy en día, no creo que sea una buena opción cerrarse puertas.

En fin, que me despisto. Hoy se cumple un mes del segundo regreso de Venezuela. Este más triste pero a la vez más esperanzador. Cualquier persona, no ya que se dedique a la información, sino que lea los periódicos, tiene que ser muy necia para pensar que va a encontrar un trabajo en este país en el que le paguen lo que su formación merece. Habrá casos que sí lo consigan, enhorabuena. Pero pocos, muy pocos, serán periodistas. Mas si no eres un kamikaze en Homs o tu padre no se llama Andreu Buenafuente.
Cuatro semanas en que el cambio frío-calor ha sido fuerte, la asimilación de la superabundancia en los supermercados más fuerte, la incredulidad por el precio de la gasolina apabullante y la nostalgia por el amor abandonado, terrible.

Una de las cosas que más me han llamado la atención en estos 30 días ha sido la masiva aparición, al menos en Madrid, de Blackberrys. El maravilloso iPhone era algo ya establecido gracias a la comunidad de modernos, snobs y pseudoperroflautas. Nada nuevo. Algo que siempre he aborrecido de la sociedad venezolana es la capacidad para no hacerte ni puñetero caso en cuanto "su BB" suena. Pensaba que la imagen de dos amigos en una cafetería sin dirigirse una palabra por su dependencia del teléfono era algo de lo que me libraría al regresar. Nada más lejos de la realidad. 

"Si no tienes Whatsapp no eres nadie", me dijo un amigo cuando fui a visitarlo a Salamanca al poco de llegar. Esta segunda sorpresa viene descaradamente unida a la primera. La primera vez que salí ha cenar con unos amigos todo quedó confirmado: la camarera no me hacía ni caso. Le estaban escribiendo por el Whatsapp a su iPhone. 

Otra cosa realmente sorprendente es la proliferación de kindles. No me guío por datos extraídos de sesudos análisis de venta o por los productos destacados en el catálogo de El Corte Inglés, sino por lo apreciado entre los lectores del metro.  En Caracas es extraño encontrar lectores en los vagones del suburbano. Se ve todo lo clásico, pero libros, poquitos. Así que no ya la sorpresa de los kindles o las tablets, sino la cantidad de gente que las utiliza. No entraremos en la discusión de qué formato nos gusta más, si el clásico de papel o el nuevo de bits. Lo indiscutible es que el Kindle es infinitamente más práctico.

Y finalmente la guinda del pastel. Reconozco que nunca he sido seguidor de las modas. Como todo el mundo, en diversas épocas de mi vida me decanté por un estilo u otro, pero siempre, creo, de forma poco comprometida. Nunca radical o cerrando puertas a cambios. Por eso, a principios de los 90, yo también tuve un walkman con unos cascos gigantes.

Es como si hubiese viajado al pasado 20 años. Todo el mundo lleva unos encajados en la cabeza. Cuanto más grandes y chillones mejor. Creo recordar, ya que hace bastante tiempo que mi walkman se estropeó, que aquello cascos, además de parecer una extensión de aquel monstruoso corrector dental que parecía un bocado de caballo, conseguían que tus orejas se convirtiesen en lo más parecido a un volcán en erupción. En mi caso, se sumaba la imposibilidad de escuchar mis programas radiofónicos favoritos debido a la "peligrosidad" existente si te quedabas dormido con ellos puestos. Supongo que su capacidad para reproducir el sonido será mucho mayor y de más calidad en comparación con los que te entregan en el tren pero, que quieren que les diga, a un servidor le parecen una horterada incomodísima. 

Pero, como ya les dije, nunca me he llevado bien con las modas.


2.07.2012

Orient - Express

De regreso a Madrid desde Murcia. En tren, claro.

Siempre me han fascinado los vagones restaurante. Ese aire romántico y clásico, como sacado de una novela rusa del siglo XIX que, al menos para mí, tienen. Ya no son los de hace tiempo, ni tampoco antes la gran mayoría eran como esos vagones que todos hemos visto en las películas o leído en algún libro. Con su decorado recargado, sus muebles clásicos, cubertería fina, menús de primera, camareros de etiqueta y su ambiente sofisticado, acompañado siempre del humo del tabaco y los licores caros. Es decir, no son el Orient – Express.

Pero a mí me encanta sentarme en uno de esos taburetes anclados al suelo y comerme el sándwich que toque ese día, delicatessen de esta época de crisis, con una botellita, por supuesto, de la mejor agua mineral.

Adoro el traqueteo constante del tren y observar como la gente lucha para evitar que la bebida se le derrame encima. Disfrutar de la brevedad del paisaje en un primer plano y de su profundidad en un segundo. Del helor lejano que desprende hoy Castilla La Mancha. De los pueblos que salpican los campos. De las casuchas para guardar los aperos.


2.04.2012

Siete días, un mundo

Apuntes en un tren...

Hay pocas personas que no encuentren los cambios excitantes, para bien o para mal. La ruptura del orden establecido, de la rutina, siempre supone una catarsis. Depende de muchas variables: hábitos, expectativas, esperanzas, valentía... O todo lo contrario. El sedentarismo y la adaptación a un lugar siempre contribuyen a pensarse mejor los cambios, a temerlos. No por cobardía o falta de espíritu aventurero sino por fidelidad y comodidad. A nadie le gusta cambiar algo que está bien. Que funciona.

En el tren de vuelta a Madrid desde Salamanca, un manto blanco cubre todo el paisaje y la profunda niebla se funde, a pocos metros de la ventana, con la espesa nieve. Viajamos a ciegas a través del frío. Una bala en la estepa castellana. Cero grados en el termómetro informativo del interior del vagón. Pueblos y pedanías van quedando atrás. Aparecen y desaparecen fantasmagóricamente. Se repiten en su fisonomía: casa bajas, bloques de apartamentos que ascienden cinco pisos como máximo, campanarios sobresalientes, vecinos solo reconocibles por los ojos que escapan de las bufandas y gorros... Gente sobria, callada, noble y humilde. Habitantes del frío, curtidos y silenciosos.
El mal tiempo y el frío son intensos. Tanto que esa sensación se transmite al interior del tren. A su apetecible y acogedora temperatura. Rocas, árboles y arbustos luchan por mantenerse a flote. Por no quedar sumergidos. Por no desaparecer bajo la nieve.

Hoy es 16 de enero y todo es nuevo e incomprensible para mí. Lo único reconocible es la amabilidad de la señora que está sentada a mi lado y cuyo perfume, almizclado, dulce y agobiante, me aborda sin compasión.

A pesar de no reconocer nada, desde la higiene del transporte público hasta su sepulcral silencio, esta mujer me brinda su amabilidad castellana sin tapujos. Cual dependienta mulata ofrece sus productos en los mercados informales caraqueños.

Todo es al revés aquí. El frío retrae a la gente. A su estado de ánimo. Nada de griterío ni salsa en el metro o el autobús. Nada de vehículos de los años 70 ni de belleza y sexualidad en cada gesto, cada mirada o cada respuesta. Nada de olor a perros calientes, hamburguesas y basura. Nada de alegre desorden.

Solo crisis y más crisis. Recortes y asfixia. Pérdida de valores y respeto. Frío y soledad. Silencio y tristeza. Carencia de futuro, rabia y frustración. Gente fiel y buena amiga, comprensible y de paciencia infinita. Orden en el tráfico y en el metro. Mercados con tantos productos que me sobrepasan. Lenguaje agresivo y fuerte cargado de “ces” y “zetas”. Gasolina a precio de oro. Políticos aburridos y música aún más aburrida. Playas a 600 kilómetros y frío, mucho frío.

Siete días hace ya que salí de Venezuela. Siete días menos para regresar. Un mundo.

10.21.2011

Hospitales y recuerdos

Desde una butaca en urgencias...

Hace unos días, después de mucho tiempo, volví a un hospital. No por mí, no se preocupen, sino por alguien muy querido que lo necesitaba tras una noche horrible. Pero, al entrar de buena mañana por la puerta de urgencias de una céntrica clínica caraqueña, nada fue igual que cuando visitaba a mi padre en su trabajo.

Los hospitales en Caracas no huelen a esa mezcla de nuevo, limpio y asespsia. Su olor es a obra, caos y frío, mucho frío. De hecho, llama la atención que un lugar destinado a cuidar la salud, castigue a sus empleados, pacientes y visitantes con un aire acondicionado solo apto para pingüinos.

El desorden derivado del caos, tan característico de la cultura caribeña, no puede faltar tampoco en esta área de la sociedad. Recuerdo lo privilegiado que me sentía cuando cruzaba las puertas batientes del servicio de rayos para ir a ver a mi padre. Como caminaba orgulloso por aquel pasillo blanco, de suelo también blanco, alumbrado por una luz blanca fluorescente, mientras el resto de la gente, cada vez más lejos, aparecía y desaparecía al ritmo cada vez más lento de aquellas puertas.

Ese privilegio aquí se transforma en fiesta. Los pacientes buscan o preguntan por los médicos, que no les suelen hacer mucho caso; las enfermeras a los pacientes con el mismo efecto; los familiares a los enfermeros para que les informen de algo y los vigilantes a los familiares para que dejen trabajar a la gente en paz. Todo sazonado con obreros arreglando o terminando de montar cualquier cosa, mensajeros en busca de los vigilantes, que solo "vigilan" a las enfermeras, camilleros discutiendo sobre "el derecho de paso" y administrativos inundándote con todo tipo de formularios sobre tu edad, peso, alergias y, sobre todo, compañía de seguros.

Es decir, una especie de verdulería en la que todo el mundo grita, ordena y coquetea.

Reconozco que nunca me había enfrentado a la "burocracia hospitalaria" gracias a mi condición de "hijo de médico". Cuando pensaba que el agradecimiento que tengo y siempre tendré a mi padre dificilmente podría aumentar, volvía a equivocarme. Evitar ese papeleo es otro regalo más que, silenciosamente, mi padre nos ha otorgado a toda la familia.

Siempre recuerdo los hospitales como lugares seguros, sanos y silenciosos. Una especie de oasis de tranquilidad que uno puede encontrar en medio del bullicio de la ciudad solo roto por el sonido de las sirenas de las ambulancias. No las recuerdo como un lugar de dolor y tristeza. El hospital siempre ha estado asociado a mi padre y a llamadas a horas inapropiadas debido a las guardias, seguidas del lamento y las quejas de mi madre. Desgraciadamente, es solo cuestión de tiempo que todo eso cambie.

9.15.2011

Santos y santeros

Es muy habitual cruzarte en esta ciudad con los llamados santeros. Si les soy sincero nunca he sabido exactamente a qué se dedica esta gente. No soy una persona muy creyente y, si lo fuese, dudo mucho que mi fe eligiese a gente que se combulsiona y entra en estado de éxtasis de forma aleatoria y espectacular.

Aún así, este tipo de creencias están muy arraigadas en esta parte del mundo. Cuanto más sales de las grandes ciudades más influencia tienen. Claro está que la gran mezcla en el subcontinente no solo fue de razas y las creencias y cultos que trajeron los esclavos africanos aún persisten en partes de la sociedad. Distintas de las indígenas claro está. 

No es ya la querida "Pachamama" (madre tierra) con la que el presidente boliviano Evo Morales se llena la boca sin parar. En Venezuela, escuchar a su presidente hablar de respeto a la gran deidad andina sería un insulto con el precio irrisorio que se paga por la energía, por supuesto no renovable, y por la nula existencia de cualquier tipo de plan serio y creíble de aplicación, no ya de energías limpias, sino de respeto al medio ambiente. La agujereada franja del Orinoco, o el contaminado lago de Maracaibo lo atestiguan.

No, en este país se habla más de "Yemayá", la madre de todos los "orishá". Creencia de origen africano muy arraigada en el Caribe. Como decía, es normal cruzarse por la calle a sus seguidores vestidos totalemente de blanco. A ellos acude la gente, incluso antes que a los médicos o la policía, en busca de todo tipo de ayuda.

Para mí este tipo de creencia siempre ha sido algo lejano. Algo oscuro relacionado con sacrificios de animales, muñecos atravesados por alfileres, gente gritando, dando vueltas o escupiendo alcohol. Todo lo que sabía de esta religión me había llegado a través de películas o de libros que ya ni recuerdo.

Todo eso cambió hace unos días. Ya llevaba tiempo que por las noches oía gritos provenientes de algún edificio cercano. Esa noche, gracias a la sobredosis de cafeína ingerida durante la cena no podía dormir, cuando de nuevo, sobre las cinco de la mañana, los escuché: "¡Saaaaaanto, saaaaaaanto!", seguido de un "¡danos tu amor y poder!". Me asomé a la ventana y en el edificio de enfrente, ahí estaban, dos hombres y una mujer semidesnudos gritando.

Debo de admitir que la imagen era impactante. Daban vueltas y alzaban los brazos al aire. ""¡Señor todopoderosooooo, tú eres saaaaaaaaaaanto!", clamaban con cierto ritmo musical. Atrapado por mi alma fisgona apenas me percaté de una cuarta que apareció por la izquierda del gran ventanal enrejado. Los otros tres se giraron hacia él. "¡Señoooooooooooor yo quiero veeeeeeeeeeeeeerteeeeeeee!", se desgañitaban mientras adoraban la caja de whisky que levantaba hacia el cielo.  ¡Aleluya!